PLATERO es pequeo, peludo, suave; tan blando por fuera, que se dira todo de algodn, que no lleva huesos. Slo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozndolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "ÀPlatero?", y viene m con un trotecillo alegre que parece que se re, en no s qu cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de mbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un nio, que una nia...; pero fuerte y seco como de piedra. Cuando paso, sobre l, los domingos, por las ltimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirndolo:
ÑTiene acero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
LA cumbre. Ah est el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, un charco de aguas de carmn, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen lquidos al tocarlos l; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbras aguas de sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extrao, ruinoso y monumental. Se dijera, cada instante, que vamos descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga ms all de s misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita; pacfica, insondable.