En el comedor de los Extranjeros del Club Automvil, los convidados estaban acabando de comer. Eran las diez de la noche y los jefes de comedor servan el caf. Los mozos se haban retirado y en el saln contiguo estaban preparadas las cajas de cigarros para los fumadores. Haba all doce comensales, seis hombres y seis mujeres, adems del anfitrin, Cipriano Marenval, clebre industrial que haba hecho una inmensa fortuna fabricando y vendiendo una fcula alimenticia que lleva su nombre. En torno de la mesa, adornada de flores extraas y chispeante de cristales y de argentera, las mujeres de dudosa moral y los amables vividores convocados por Marenval estaban agrupados en un desorden tan familiar como explicable, dada la excelencia de los manjares y la calidad de los vinos, y escuchaban un joven alto y rubio que, pesar de las frecuentes interrupciones de que era objeto, segua hablando con tranquilidad imperturbable:
ÑÁNo! no creo en la infalibilidad humana; ni siquiera en la de los que tienen la profesin de dictar sentencias y que pueden por consecuencia atribuirse una experiencia particular. ÁNo! no creo que en el momento en que un ciudadano como ustedes y como yo se sienta en el banco de madera de la tribuna del jurado se vea sbitamente iluminado por revelaciones superiores que le otorguen la ciencia infusa. ÁNo! no creo que unos honrados padres de familia, ni siquiera los solteros, en cuanto se endosan una toga, con sin armio, no sean ya susceptibles de engaarse ni de dictar sentencias discutibles. En resumen, reclamo el derecho de creer en la ceguera de nuestros compatriotas en general y de los jueces en particular y siento, en principio, la posibilidad del error judicial!