En un rincón recóndito de la mente del poeta y del escritor errante, existe un lugar de fantasía, oculto a la mirada de cualquier pensamiento simple. Es un sitio donde las palabras negocian entre sí la manera de salir al mundo, creando versos musicales, sinfonías melódicas hechas de sonetos y rimas asonantes, o incluso de rimas huérfanas, ajenas a toda medida académica.

Ese lugar, amigos míos, existe —doy fe de ello—, y cuenta con una puerta. La mayoría de las veces permanece abierta, para que frases proyectadas, a veces sin sentido, escapen al exterior, se expongan ante la humanidad, se plasmen en una cuartilla y se dejen ver a la luz del crítico más feroz, del poeta envidioso, del escritor en sequía, o de la enamorada de antaño que aún no ha perdido la esperanza.

Si nos adentramos en ese lugar de la mente, rodeado de sueños imposibles y sonidos oníricos ininteligibles, llegaremos al centro del manantial de las palabras. Y allí, justamente allí, es donde todo comienza: sin explicación, sin buscar lo que no existe, aparece lo inesperado.

En este caso, abrimos la puerta con la serenidad de un domingo, con un café tibio en la mano, a media mañana, con todo un día libre por delante. Lo hacemos con la ilusión intacta de quien aún no ha sentido llegar la última jornada de la semana, y cuya agenda está libre de compromisos, por lo que se rinde feliz al sustrato del café y el descanso.

Así pues, querido lector, llegamos al final de la semana, que no es sino el mismo comienzo cíclico del invento humano de poner nombre a todo, incluso a los días, incluso a los versos que aquí cobran vida.